10.30.2009

UNTITLED...

Me quedé mirando sus ojos… profundos, enormes, de un gris reluciente… después su nariz; maravillada continué por observar su cabello, esos rizos negros tan marcados, tan brillantes, azulados como la luz de la luna. Bajé la vista un poco; miré su boca con cautela… me dieron ganas de besarlo, de morder sus labios, de hacerle el amor. Sus colmillos… blancos, sensuales, con una forma curva tan discreta, me enamoraron aún más de él.

Sólo lo observaba desde lejos, y tenía ganas de subir a esa troje, en la parte más lejana del castillo. Sólo quería ir ahí para seducirlo y enamorarlo, mas me bastó con mirarme al espejo unos segundos y darme cuenta que era una horrible bestia; sabía que él jamás se fijaría en mí, nunca se enamoraría.

Todo se volvió oscuro en instantes, y seguía encerrada en la torre, mi hogar. De repente, escuché un golpe discreto en la puerta de la habitación; pensando que era mi imaginación lo ignoré. Escuché una voz ronca y dulce a la vez… Me decía: “Abre, por piedad... Abre la puerta.”; yo sólo contesté “¿Quién es?”. El hombre respondió “Sólo abre la puerta, te gustará lo que encontrarás del otro lado”.

A decir verdad, me encantan los misterios, y eso me invitaba a imaginar millones de cosas que podría encontrar. La curiosidad me estaba matando. Entonces, abrí la puerta, tardé un poco, tenía que hacer algo, pues me veía pálida y demacrada, debido a la oscuridad de la torre. A pesar de que portaba un hermoso vestido.

El hombre era muy alto, y a mi sorpresa, era esa persona de quien me había enamorado, desde que lo vi por primera vez. Me miró a los ojos, iba acercándose poco a poco… Por un momento me asusté, pero después supe que eso me daría satisfacción y que eso era lo que yo quería. Lo vi cerrar sus ojos, por instinto cerré los míos.

Sentí algo tocar mis labios, eran los suyos, eran muy suaves, sus colmillos golpearon mis dientes delicadamente. Separó sus labios y me susurró al oído “Tú eres hermosa, tienes unos sentimientos maravillosos”; sonrojada lo miré a los ojos, inocente le dije: “Gracias, pero no digas eso; tu eres la criatura más hermosa que he visto jamás”.

No me respondió con palabras, sólo cerró sus ojos y se acercó a mí. Me dijo, “No tengas miedo”, lo puedo ver en tus ojos, me han dicho más de lo que puedes imaginarte. Rozó sus labios contra los míos, una vez más. Ese hombre tuvo un efecto inimaginable en mí; erizó mi piel, me hizo sonreír más que nunca.

Con sus ojos grises me dijo un “adiós” y se volteó hacia la ventana… la abrió con sus enormes y delgadas manos. Escuché el sonido del broche al abrirla; pero, en instantes, lo único que pude escuchar fue el silbido del viento y que mi enamorado no estaba más ahí. Veía las cortinas bailar suavemente por unos segundos… y después todo se quedó inmóvil, y sentí una lágrima rodar por mi mejilla, él se había ido.

Pasaban días enteros, noches en vela, esperándolo… y él no volvía. Yo sólo anhelaba el día en el que eso pasaría. Desafortunadamente, eso nunca sucedió, o por lo menos hasta ahora,... lo que mantenía mis esperanzas, era aquel suceso. Él me había besado, y me había dicho cosas hermosas. Yo sólo era una tonta enamorada, de una ilusión, de un espejismo que jamás podría tener en mis manos. Creí que sería menor la espera, sin embargo, no lo fue.

Esa noche, miré por la ventana. Pude ver astros tan brillantes, que se perdía la negrura del cielo y yo entre las estrellas. Por un momento, me olvidé de él. Sólo se me ocurría pensar en lo que podía observar frente a mis ojos. Era algo maravilloso, no sé quién lo habrá creado, pero él sí sabía distinguir entre lo hermoso y aquello que no lo es.

Era un paisaje verde, lo más verde que había visto nunca. El cielo... tan azul, con una que otra nube, y pájaros revoloteando por ahí. Montañas, llenas de árboles y flores. El viento soplaba con una tranquilidad envidiable. Ya no me importaba tanto seguir encerrada en la troje. Podía ver todo con otros ojos, ahora me sentía afortunada, no necesitaba más.


Al día siguiente, cuando entró el primer rayito de luz a la habitación, yo desperté. Me costaba abrir los ojos, la luz era demasiado brillante. Como todos los días, me fui a bañar, escogí mi ropa y me vestí. Esa mañana, decidí pintar todo aquello que veía desde mi ventana. Entonces, puse mi caballete, un lienzo limpio, una mesita con mis pinturas y pinceles, un bote con agua. Todo estaba listo.

Me pasé todo el día observando el paisaje, luego el lienzo... pintando lo que veía. Una vez más, conforme pasaba el tiempo, el sol se iba escondiendo detrás de las montañas. Y yo... pensaba en detenerme, pues muy pronto, ya no vería nada y no podría seguir pintando.

Habían pasado ya dos años, desde que se fue. Otro día más de espera, ya estaba oscureciendo otra vez.
Él no volvía aún. Yo estaba a punto de olvidarlo. Me sorprendió.

7.28.2009

Capítulo 2 - "Los primeros"

Mis padres veían cómo nos comunicábamos de manera tan especial. No entendían qué decíamos, sin embargo, estaban seguros que éramos enormemente felices. Yo utilizaba señas que esa bebé me había ido enseñando, ella utilizaba esas mismas señas y algunos sonidos que ya conocía a la perfección.

A pesar de que ninguna de las dos hablábamos elocuentemente, mi hermana sí lograba comunicarse. Ella decía "ete" y le daban su mamila con leche, decía "omí" y la recostaban con su cobijita en el corral. Qué fácil parecía, sin embargo, yo no lo logré tan rápidamente.

Me frustraba el hecho de que no podía articular palabra alguna, ni tampoco era fácil para ellos comprenderme. Hacía todo tipo de señas y ademanes, lloraba de mil maneras distintas, sin embargo, no servía de nada. Cada uno de éstos, era un intento fallido de comunicación con el supuesto 'mundo real' y no lograba conseguir nada.

Por su parte, todos los 'adultos' me hablaban como si fuera una estúpida, como si no fuera capaz de entenderlos. Eso era porque me veían como una criatura indefensa; pensaban que por el hecho de que ellos no podían entenderme, yo tampoco podía... pero no era así. Sabía perfectamente lo que me decían, pero ¿cómo hacer que ellos lograran lo mismo conmigo? Esa era una tarea difícil.

Luego de tantos intentos, supe que empezaban a entenderme. Pues mis padres comenzaban a platicar entre ellos que yo había hecho cierta señal, que significaba una cosa específica. Por ejemplo, que insertara mi pequeño puño en la boca, significaría que estaba hambrienta. En otra ocasión, agité desesperadamente mis brazos y piernas; mi madre dijo que eso significaba que tenía necesidad de un pañal limpio. Por las reacciones que tuve, mi padre estuvo de acuerdo con ella y le sonrió.

Cada vez eran menos las lágrimas que derramaba. Eran más los gestos que lograba articular para una mejor comunicación con mis padres. Pude entender que no era indispensable llorar para obtener lo que quería. Ellos intuyeron que no había razones por las que tuvieran que hablarme como a una estúpida para que yo los comprendiera.

Entonces comenzaban a hablarme más, a repetirme las cosas que decían, como un millón de veces, para ver si era capaz de repetirlas con ellos. Al principio me era difícil, porque pensaba en decir lo mismo, y de mi boca salían sonidos sin sentido. Poco a poco me iba acoplando a esos sonidos extraños, y cada vez era más sencillo. O simplemente, sucedía que mis padres ya podían entenderme mejor.

Ya por lo menos logré comunicarles mis necesidades básicas. Ellos felices, puesto que ya no tenían que descifrar un lenguaje desconocido.

6.09.2009

Capítulo I - "El nacimiento"

“Que espacio tan pequeño”, pensaba. Poco a poco se iba formando cada parte de mi; mis piernas, mis brazos, mis manos… mi cerebro, todo hasta que llegó el tiempo de salir. Por un lado, estaba totalmente desesperada por salir… muy feliz. Por otro lado, estaba asustada, no quería… porque no sabía que habría en ese lugar. Fue el primer momento de mi vida en el que sentí miedo, por desgracia no fue el último.

Segundos después, escuché salir de mi un sollozo, y después, gritos tan fuertes que llegaban a descubrirme algo desconcertada; parecía que no provenían de mi ser. Me costó abrir los ojos después de tantas lágrimas. Cuando pude dejar de llorar, cuando mi vista se aclaró un poco más, sentí una inmensa tranquilidad, y felicidad como nunca. Viendo a mis padres tan alegres, un poco nerviosos, y a la vez asustados. Sabía que les daba mucho gusto que yo hubiera nacido.

El médico se veía preocupado. Pensé: “Algo está mal. ¿Qué estará sucediendo?” Él hizo caso omiso de mis gestos que expresaban sorpresa. Pensó que al ser tan pequeña, yo no entendería. Se volteó con la enfermera y dijo: “Llame al Dr. Muñoz-Tagle para que preparen el quirófano, tendremos que llevarla al otro hospital enseguida. No hay tiempo que perder". Después, el médico se dirigió a mis padres, para darles la mala noticia.

Ellos se veían muy preocupados, mi padre se acercó a mí. Pude ver una profunda tristeza en sus ojos, se le iban humedeciendo poco a poco. Se detuvo un momento, y mirándome, dijo: “Todo saldrá bien, pequeña.” Después se acercó a mi madre, le besó la frente y se quedó mirándola también; dándole a entender que no había por qué preocuparse. Salió de la sala de operaciones con mucha prisa.

Al salir, tomó su cartera y se dirigió hacia la sala de espera del hospital. Sacó una tarjeta, la insertó en el orificio de un teléfono colgado en la pared. Con una voz a punto de quebrarse, respiró profundamente, y cuando por fin pudo hablar, dijo: “Madre, mi bebé ya nació. Me han dicho los doctores que ella se encuentra en peligro, ¡vengan pronto!”

A su madre no le dio tiempo de responder nada, pues ya se había cortado la comunicación. Entonces colgó el aparato, y corrió al hospital. Mi padre buscó una libreta en su portafolio, marcó otro número. Desesperado… esperaba que alguien contestara al otro lado. No hubo respuesta. Pasó varios minutos tratando de comunicarse, pero nada había conseguido.

El tiempo pasaba lentamente. Pero él actuaba lo más rápido que podía. Tomó su automóvil y siguió a la ambulancia hacia el hospital de “partos de alto riesgo”, como el de mi madre. Parecía una persecución policíaca, excepto que eran un bebé en peligro y un padre agobiado.

Al llegar, los médicos entraron por la puerta de urgencias, hacia el quirófano, encabezados por el Dr. Muñoz-Tagle, un neurocirujano muy reconocido. Mientras, mi padre los siguió a toda prisa. Daba vueltas una y otra vez en la sala de espera; parecía león enjaulado. Las horas se volvían cada vez más eternas, incluso infinitas, y la paciencia de mi padre estaba por los suelos.

Quedó tan inmerso en sus pensamientos que no se había dado cuenta cuánto tiempo había pasado, sólo le preocupaba su pequeña niña. De pronto, a lo lejos escuchó que alguien pronunciaba su nombre. Volteó rápidamente, y pudo ver a la enfermera, quien sostenía la puerta de la sala de operaciones al final del pasillo.

Entonces mi padre se dirigió hacia allá. Salió el médico, y le dijo: “Hemos terminado la operación con éxito. Sin embargo, me apena decirle que su hija tiene hidrocefalia”.

Mi padre observó al médico con confusión, miedo, y extrañeza. El médico, al ver esa mirada, se dio cuenta que le debía a mi padre una explicación. Y yo, bajo los efectos de la anestesia, recostada en la incubadora, esperando que ese sufrimiento y dolor pudieran terminar, me quedé inmóvil.

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Mi madre se había quedado dormida. Después de una cesárea, quién no lo haría. El médico llamó a varios de sus colegas, y les pidió que la llevaran al cuarto que le habían asignado. Esperando que se recuperara por completo. Mientras los médicos la transportaban, ella estaba totalmente inmóvil, como una estatua de piedra. No se había dado cuenta de nada.

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El médico se volvió con mi padre, le explicó lo que era esa enfermedad. Le dijo que se había tapado el conducto de Silvio, que se encargaba de drenar el líquido cefalorraquídeo. Que tendría que cambiarlo por una válvula nueva, para que se deshinchara el cerebro y pudiera tener una vida normal. Aunque le advirtió que habría posibilidades de volverla a operar más adelante, porque llegaría el momento que esa válvula no le serviría; eventualmente, ésta sería muy corta.

Mientras el médico hacia su trabajo, ya concentrado y en silencio, mi padre se quedó observándolo un momento. Minutos después, salió al hospital donde se encontraba mi madre, para estar con ella cuando despertara. Se sentó al lado de su cama y la veía dormir. Él creía que había sido uno de los momentos más tristes y difíciles de su vida, y eso que nada había sido tan fácil.

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De pronto, mi madre abrió sus ojos. No tenía idea de dónde estaba. Al menos eso parecía, por su mirada de desconcierto. Pero después de unos minutos, se dio cuenta de que estaba en la cama del hospital, que ya había regresado a su habitación; y que había muchas personas a su alrededor. Se sintió abrumada, debido a los efectos tardíos de la anestesia y al poco espacio que había en la habitación. Pero momentos después pudo reaccionar y agradecer a todos por haberla visitado.

Había dos mujeres sentadas en el sillón, a un costado de la cama del hospital; y dos hombres parados al pie de la misma. La mujer de mayor edad era muy guapa, pelo café oscuro, tez morena y un lunar en la cara. La otra, de estatura baja, pelo rojizo, y la piel más clara. Uno de los hombres era muy serio, hasta misterioso; era alto, y ya casi todo su pelo era blanco. El otro hombre, parado a la izquierda del primero, se veía un tanto más alto, con lentes y bigote; mucho más flaco.

Pero, '¿quiénes eran estas personas?' Al año siguiente entendí que eran mis abuelos, mientras tanto sólo se me hacían muy familiares cada vez que los veía. Mientras era "la hora de visitas", entraban algunos, otras salían, pero mi madre jamás se quedaba sola. Y eso la hacía estar un poco más tranquila.

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Mientras ella se recuperaba en esa habitación, yo estaba en otro hospital tratando de mejorar también, tras estudios, análisis y operaciones. Suerte la mía, que estaba con los mejores doctores de la ciudad; y en la institución más equipada. Aunque me pasé los primeros meses de vida en incubadoras; frente a bisturís, respiradores, quirófanos, médicos y enfermeras.

Mi padre corría de un hospital a otro, para asegurarse de que todo estuviera bien, y cuidarnos lo más que podía. Mientras, mi hermana, un año mayor que yo, se quedaba con la niñera, o en casa de los abuelos, porque está prohibida la entrada a menores en los hospitales.

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Mis abuelos estaban ahí todo el tiempo; pero mis primos, tíos, y amigos de mis padres, se turnaban las visitas y se quedaban sólo un ratito. Ya ni si quiera recordaba cuánto tiempo llevaba ahí; las horas pasaban cada vez más lento, al igual que los días. Y yo sentía como si no hubiera mejorado nada, como si siguiera en el mismo punto donde todo había comenzado. Sólo sentía mucho dolor y desesperación; ganas de comer, dormir, llorar, reír de vez en cuando... lo de siempre. A fin de cuentas, sólo era un bebé con pocos días de nacida.

Sucedió algo que modificó las expresiones de todos a una excesiva felicidad. Particularmente, podía notar el éxtasis que mi padre sentía en ese momento. Y después del gran bullicio que se armó en la habitación, me di cuenta del por qué: mi madre saldría del hospital y se iría a descansar a casa por fin.

Entonces, mi padre, mis abuelos y tíos maternos terminaron todos los trámites del hospital rápidamente, la ayudaron a vestirse, timbraron a la central de enfermeras para que trajeran una silla de ruedas y la ayudaran a salir.

A pesar del horrible cansancio que mi madre sentía, lo único que pedía era que la llevaran al otro hospital a ver a "su bebé"; aunque el doctor le había recetado reposo absoluto. Los doctores le dijeron que eso no era posible, que necesitaba de varios días para ponerse bien, y después podría verla, cuando la bebé también volviera a casa.

Resignada, esperó a que llegaran a su hogar. Se quedó en el auto hasta que mi padre abrió la puerta de la entrada y le ayudó a subir los escalones. La condujo hasta el sillón que habían preparado para ella en su habitación. Éste daba hacia la ventana, desde donde podía ver la casa de enfrente, con una bella arquitectura colonial, un caminito empedrado, y unas cuantas personas, esporádicamente atravesando de un lado a otro.

No había mucho que ver... pero sus pensamientos la entretenían en todo momento, no necesitaba más. El sonido de la naturaleza, aún el de los automóviles y camiones, la tranquilizaba a momentos, pero no podía esperar el momento de volver a tener a "su pequeña" en brazos. Fue sólo un mes, pero la espera parecía mucho mayor, parecía que los días no avanzaban nunca. Pero sentía cierta tranquilidad porque su otra nena, y su esposo, le hacían compañía y le brindaban todo el cariño que necesitaba.

Esa niña, con apenas un año de nacida, ya sabía lo que su madre requería. Por eso, pasaba todo el tiempo a su lado, todavía ni si quiera sabía hablar bien, y lo único que hacía era abrazarla, darle besos, se reía con ella… y a su madre, eso la hacía enormemente feliz y aminoraba la espera.

Se iba a dormir, despertaba y se volvía a sentar junto a la ventana a observar, una y otra vez, día tras día. Hasta que un día, mi padre le dijo que era momento de ir al hospital por su bebé. No podría explicar la alegría que sentían mis padres, era demasiada, era como si el mundo se les volteara al revés, era como si vivieran en las nubes, en el paraíso.

Fue la primera vez en todo ese tiempo que mi madre tenía una sonrisa en la cara. Y sus movimientos se daban con mayor rapidez y energía; como si ya se hubiera recuperado totalmente del parto y de la momentánea depresión. Aunque después me percaté de que no era así; seguía muy preocupada... con toda razón. Y no había otra cosa, que el mismo tiempo, éste sería quien curaría todos esos vacíos, heridas, esperas, preocupaciones y demás sentimientos encontrados.

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¿Qué podía decir de mi padre? Cuando me sostuvo en sus brazos observé que sus ojos ya se veían más claramente. Ya no tenía esa niebla gris y triste que había cargado en el último mes. Podía experimentar un sentimiento de calidez y tranquilidad a su lado, no más miedos, sólo aliento para seguir adelante.

Por otro lado, era la primera vez que veía a mi hermana. Ella era idéntica mi padre, un tanto más pequeña e inocente; con sonrisa pícara. Se mantenía muy cerca de mi madre y de mí, mientras mi padre se iba a trabajar. No lograba entender qué era lo que mi madre sostenía con tanto cuidado, y a ‘la cosa’ que le ponía tanta atención, en vez de a ella, como lo había hecho todo el año anterior. Creo que lo que mi hermana sentía eran celos, ¿qué más podía ser?

Cuando por fin se dio cuenta de que ‘esa cosa’ era igual que ella, pero más chiquita, lo único que hacía era cuidarla, protegerla, acompañarla. Jugaba con ella, y trataba de enseñarle lo poco que conocía de la vida.

Me costó acostumbrarme a la idea de que ya no sería la única persona en “mi mundo”, ni tampoco que el lugar donde había estado los últimos 8 meses sería el único; pero me gustó saberlo. Conforme iba creciendo, iba entendiendo más de la vida, de las personas que estaban cerca de mí y de mi familia, y el por qué de todo lo que sucedía a mi alrededor. Aunque hubo y sigue habiendo unos por qué's que se quedaron en ¿por qué?